Amanda Richardson
La prestación de servicios de salud pública a través de Internet está en aumento y por buenas razones. Aproximadamente 2.300 millones de personas en todo el mundo están en línea [1] y muchas lo utilizan como un recurso para obtener información relacionada con la salud [2,3]. Esto ha promovido un cambio en muchos consumidores de receptores pasivos a participantes activos en la gestión de su propia salud [4,5]. Los profesionales han reconocido rápidamente la promesa de Internet como vehículo para difundir mensajes que salvan la salud [6] y los estudios que evalúan las intervenciones en línea han llegado a la conclusión de que funcionan [7-12]. Sin embargo, lo que no se ha evaluado adecuadamente es el grado en que las intervenciones en línea alcanzan e influyen en los subgrupos vulnerables, como las personas con trastornos mentales.
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